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Te dirán que condenan enérgicamente el ataque, te dirán que ya se abrió una carpeta de investigación para dar con los responsables. Te dirán que no habrá impunidad en este caso. Caiga quien caiga, llegaremos hasta las últimas consecuencias. Luego te dirán que, a pesar de todo, las cosas no van tan mal, que el índice de homicidios ha disminuido y las encuestas pintan un mundo distinto. Te dirán que fue un hecho lamentable, toda la solidaridad para tu familia, todo el apoyo para esclarecer el crimen. Al poco tiempo dirán que no fuiste tan cuidadoso. Ni tan inocente. Después de hurgar en tu historia te dirán que con razón pasó lo que pasó. Era de esperarse. Tú llamaste a las balas. Te dirán que tal vez estabas involucrado con malas compañías, que dijiste algo incorrecto, o que alguien cercano a ti rompió unos platos que te tocó pagar. De lo contrario, no se explica lo sucedido. Te dirán que fue un incidente raro, muy raro, si en este país de hombres buenos ya no se asesina sin motivo alguno. Luego te dirán que el culpable fue este, aquel, ellos, ellos, ellos, la derecha, la izquierda, el Estado, algún amante, alguna vieja rencilla, un socio resentido, una deuda, la música prohibida, el diablo, la mala suerte. Te dirán que nada podía hacerse para impedirlo, son cosas que pasan. Basta darle un repaso a la historia nacional. Te dirán que quienes protestan por tu asesinato son buitres negros hambrientos de dolor ajeno. Te dirán que no debe lucrarse con la tragedia. Los mismos que llevan agua a su molino te dirán que es ruin y miserable politizar tu desgracia. Te dirán mira esta gráfica, mira estos números, vamos muy bien. Te dirán que fuerzas oscuras usan tu muerte para desestabilizar; ¿a quién le conviene que los demonios anden sueltos? Te dirán tranquilo, ya arrestamos, ya desarticulamos, seguimos investigando, pero mejor pasemos a otro tema, no conviene hacerle el juego a los carroñeros. Te dirán que no tienen derecho a indignarse quienes no cuestionaron tragedias del pasado. Te dirán que es sospechoso que ahora lamenten tu asesinato cuando antes se asesinaba más. Te dirán, con las balas aún calientes en el cuerpo, que esto es la consecuencia de una violencia que comenzó hace muchos, muchos años. Antes fue peor, todo era peor. Te dirán que no valía la pena, en este país ser valiente siempre sale muy caro. Y mientras las culpas se lanzan de un lado a otro, alguien te dirá que te extraña, que no debiste irte, ahora qué voy a hacer sin ti. Y después ya nadie te dirá nada porque la vida sigue, porque ya te olvidaron para pelear por otra cosa en su muladar favorito, y porque ya mataron a alguien más a quien le dirán que condenan enérgicamente el ataque, que ya se abrió una carpeta de investigación para dar con los responsables, que no habrá impunidad en este caso, caiga quien caiga, llegaremos hasta las últimas consecuencias…

 
 
 
Fotografía por Mariano A. Moreno
Fotografía por Mariano A. Moreno

El Atracadero se atracó en la playa de Coatzacoalcos una semana después de que el desbordamiento del río Tuxpan lo arrancó de sus raíces. Desde el malecón inundado y las azoteas lo vieron adentrarse en la oscuridad. Cuando terminó el diluvio que azotó el norte de Veracruz, El Atracadero ya se encontraba muy lejos, vagando por afluentes que habían devorado pueblos y caminos. Como no sabía dónde estaba el oeste y dónde está el sur, dejó su destino al criterio de las corrientes. Sin darse cuenta, apareció en el mar. Mientras tanto, en tierra la gente barría el lodo de sus casas y trabajaba para reconstruir la vida, sin pensar en el paradero de la nueva arca de madera.


En la playa, la gente se congregó a su alrededor como si aquello fuera una ballena muerta, como si hubieran atestiguado el aterrizaje forzoso de una nave extraterrestre. Días antes se le había visto navegar sin rumbo por Alvarado, por las aguas mansas del Golfo de México, hasta que se avistó su llegada frente a la costa de Coatzacoalcos. Algunos lo confundieron con un barco con forma de casita. O con una plataforma petrolera algo chaparra. Otros tal vez pensaron en el regreso de Quetzalcóatl y su balsa hecha de serpientes. La expectación creció antes de que fuera llevado a la costa y ya no pudiera avanzar más. Al principio, fueron pocos los curiosos que se acercaron a darle la bienvenida a ese ahogado que habían traído las olas. Después se esparció la voz.


El Atracadero encalló frente a una de las áreas más desoladas del malecón, zona de dunas, parcelas en venta, postes de luz de dudosa potencia y un hotel aislado, y de pronto la convirtió en el punto más concurrido de Coatzacoalcos, con sitio de taxis, música, payasos y vendimia de cocos, raspados, esquites y algodones de azúcar. Los mismos cangrejos, acostumbrados al sosiego de esa playa, se habrán preguntado el motivo de tantos retumbos encima de sus madrigueras.


¿Ahí vivía una muchacha?, preguntó un niño al verlo de frente. No, le respondió su madre. Era un restaurante.


Todos se toman fotografías con la estructura viajera, inclinada como un barco en hundimiento. Algunos se quitan el calzado y se acercan cautelosos, no vaya a ser que el Leviatán despierte. Se asoman por la puerta y las ventanas rotas, tal vez esperanzados de que los lancheros que lo interceptaron en el mar no se hubieran llevado todo el mobiliario que ahí había. Dos hombres escudriñan la base partida con mediciones hechas al tanteo, intentando descifrar su desprendimiento. La mayoría lo mira como si quisiera preguntarle qué cosas vio en su odisea, cuánto tiempo durará su reposo, en quién pensaba mientras flotaba en la estela de la noche.


Algunos se atreven a escalar la estructura para posar ante las cámaras desde el elevado primer piso del restaurante. Un señor con sombrero salta a la arena después de tomarse fotografías, y al caer de pie suena como si le rebotaran todas las vértebras de la espalda. Es una imprudencia, dice una señora. Cree que si alguien termina lastimado, la policía acordonará la zona y se acabará la fiesta.


Cae la tarde y unos visitantes llegan con mesas, sillas, hieleras. Beben cerveza mientras contemplan a la ballena de cedro. Otros, no conformes con haberla apreciado por horas, la despellejan para llevarse a sus casas un trozo de recuerdo. Para que algún día les crean cuando digan que sí, yo estuve ahí el día que encalló el restaurante que vino del mar.


El cielo oscurece. Lejos de dispersar a la multitud, la noche atrae a más y más peregrinos. Allí esperarán hasta que el gran monolito les diga algo. Solo falta que le arrojen flores, que claven en su corteza cartas y peticiones, que le canten, que lo cubran con una carpa de circo para protegerlo de las lluvias, que lo transfiguren en la fogata más grande que se haya visto en esa playa, y bailen alrededor suyo.


Hay quien propone que El Atracadero se preserve como atractivo turístico, que se le declare patrimonio de la humanidad, que se vuelva un lugar de peregrinaje y recarga de buenas vibras, un nuevo sitio en donde se citen los enamorados y sonrían las quinceañeras. Que se le declare un área protegida antes que se pudra su madera o esta sea grafiteada. Antes que las hormigas rapiñen su esqueleto. Antes que Tuxpan se recupere del desastre y exija la repatriación de su hijo pródigo. Que ya nunca se vaya, que se quede anclado en la posteridad, para que las inteligencias del futuro sean las que determinen, después de intensos debates y elucubraciones y hallazgos arqueológicos, por qué hubo un momento en la edad del mundo en la que el naufragio de un restaurante de mariscos atrapado en la arena se convirtió en el mayor atractivo de la playa de Coatzacoalcos.


 
 
 
Fotografía por Mariano A. Moreno
Fotografía por Mariano A. Moreno

Ocurrió en la laguna Nichupté de Cancún, hace muchos años, antes de la invasión del sargazo y del tráfico vehicular en la zona hotelera y de la construcción desenfrenada de edificios que bloquean la vista al mar. Yo era un niño interesado en los animales salvajes, en parte por culpa de películas como Tiburón y por los documentales de la vida animal que me mantenían despierto los sábados por la noche, cuando mis padres no estaban en casa. 


Puede que supiera que aquella laguna era hábitat natural de cocodrilos cuando escuché la historia sobre un turista estadounidense que fue perseguido por un cocodrilo después de adentrarse en los manglares porque tenía que orinar; incidente tan repetido que bien podría sonar a leyenda urbana o a cuento con moraleja para disuadir a los niños de acercarse a su territorio. Como suele suceder, yo solo tuve más ganas de buscar cocodrilos en la laguna. 


La única persona que secundó mi descabellada misión fue mi abuela. Lejos de desmotivarme diciendo que era falso que los cocodrilos vivieran ahí, o que no llegaban a orillas de la laguna, que ya estaban extintos o que ya había comenzado la falsa temporada en la que migran a otras aguas, me dijo que ella podría acompañarme a buscar uno.


Llegamos cuando el sol aún era fuerte, en el último día de las vacaciones. Quién sabe por qué, pero el lugar escogido para el avistamiento de cocodrilos fue un conjunto comercial llamado Flamingo Plaza, hoy cerrado permanentemente y que en su lejano esplendor tuvo un Planet Hollywood y almacenes de souvenirs, joyerías y varias tiendas que ya no existen. Tal vez no había dinero para esperar durante horas la llegada del cocodrilo en un restaurante pegado a la laguna, o para visitar granjas de reptiles en donde los cocodrilos yacen amontonados en estanques, inmóviles y con el hocico abierto detrás de una valla. Verlos nadar en plena naturaleza sería mejor. Nos acercamos al mirador de la laguna y se me hizo normal que no hubiera ningún cocodrilo en el agua. Todavía era temprano y eventualmente uno tendría que llegar. Cerca de ahí, un letrero con la silueta de un cocodrilo me confortó. Si se alertaba de la presencia de cocodrilos en la zona quería decir que la aparición de un ejemplar sería inminente. Solo era cuestión de tener paciencia. De tanto ver la laguna, una sombra y unos ojos amarillos emergerían del agua. Eso pensaba. 


Recuerdo que mi abuela le preguntó a un trabajador de algún restaurante cercano, que iba y venía cerca de nosotros cargando cajas, si era cierto que los cocodrilos arribaban a ese punto. Todas las tardes, dijo el trabajador, a veces aparecen en la noche, vienen por las sobras de comida de los restaurantes, en cualquier momento llegará uno. 


Mi expectativa era alta, tan alta que parecía estar a la espera de un gigante monstruo mitológico. Por culpa de los documentales de Discovery Channel esperaba ver a las mismas criaturas que atrapaban a los ñus y búfalos que cruzaban ríos en manada, que desgarraban la carne dando volteretas para después comer mientras lloran; a los crueles y oportunistas cocodrilos que se aprovechaban de la sed de las cebras y de la mala visión de los elefantes y que alguna vez, escasos millones de años atrás, compartieron el aire con los dinosaurios. 


Los animales salvajes no saben de horarios, promesas, ni de compromisos. Para mitigar la espera dejábamos el puesto de vigía y nos entreteníamos en la aburrida tienda de artesanías y en una farmacia, esperanzados de que al volver al mirador, ya hubiera llegado un cocodrilo. Yo temía que en alguna de esas ausencias el cocodrilo asomara los ojos. Por eso salía rápidamente de las tiendas y me adelantaba al puesto abandonado. El agua seguía calma y la vegetación, oscura. Ya se había encendido una farola, y el empleado del restaurante me miraba extrañado de que todavía siguiera allí. 


Esa noche ningún cocodrilo apareció frente a nosotros. Nos dejó plantados, recalcaría mi abuela más tarde, como si el reptil hubiera empeñado su palabra de honor a que llegaría en el momento exacto de la puesta del sol, y luego nos hubiera traicionado. 


Me habré subido al coche desilusionado, sintiendo culpa por haber malgastado el último día de las vacaciones, y con ese tipo de tristeza muda que sienten los niños cuando el mundo los decepciona. Puede que me durmiera con la sensación de que un cocodrilo llegó más tarde, cuando ya nadie lo esperaba. 


Mi abuela recuerda bien esta historia, y su versión es mejor que la mía. Yo la recuerdo mientras camino bajo el sol en otro centro comercial de Cancún, junto a un cuerpo de agua y después de ver un letrero que advierte sobre cocodrilos que no aparecen. Le cuento esta historia a la persona que ha caminado conmigo desde hace algún tiempo, mientras nos detenemos en un barandal para ver si algo se mueve debajo del agua. Cerca de nosotros hay una banca vacía, y gente que pasa de largo. 


—No te sientas triste. Yo me sentaré contigo a esperar al cocodrilo.

 
 
 
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