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En su artículo Personalismo electoral, publicado en El Heraldo de México en 1919, Martín Luis Guzman escribió:


Elecciones —elecciones de presidente, de magistrados, de diputados, de gobernadores, de munícipes—: siempre es esto en México sinónimo de posibles graves conflictos.


Más de un siglo después habrá que añadir a esa lista las elecciones a jueces y ministros de la Suprema Corte de Justicia.


No me gusta la reforma que se hizo al poder judicial. No porque la impartición de justicia en México fuera inmejorable, o expedita, gratuita, imparcial, ya ni se diga justa. Creo que lejos de desmantelar los vicios de un sistema corrupto, es probable que los profundice bajo el amparo de la voluntad popular.


La elección judicial me genera dudas por las trampas, cohecho y traiciones que le dieron vida; por el embrollo que tuvo la gente para votar por diez cargos distintos; el voto a ciegas por numerosos perfiles que nadie conoce; y por la baja participación. ¿Realmente el pueblo de México votó a conciencia cuando una mínima parte de ese pueblo fue a las urnas a anotar los mismos números de la suerte que alguien más seleccionó por ellos?


El día de la elección llegué temprano a la casilla porque mi intención era liberarme de compromisos cívicos lo antes posible. En menos de un minuto pude emitir mi voto a la presidencia municipal de Coatzacoalcos. Ya casi todo estaba listo para ir a desayunar,  leer noticias y hacer las cosas triviales que se hacen los domingos.


Pero aún faltaba una votación más.


En la casilla de enfrente había una larga fila capaz de desmotivar a cualquier penitente, que crecía con cada segundo que pasaba. La casilla estaba cerrada porque ninguno de los funcionarios de casilla, con la excepción del presidente, se presentó a cumplir con su deber, igual que algunos legisladores que votaron a favor de la reforma y que en el día de la elección prefirieron estar lejos de la extraña criatura a la que ayudaron a engendrar.


¡Necesito cinco voluntarios!, gritó el funcionario del INE. Cinco voluntarios que quieran participar en la jornada electoral como funcionarios de casilla. La gente, formada desde el canto del gallo, no podría votar si no aparecían cinco voluntarios. ¿Cuánto pagan?, preguntó una señora. Le respondieron 550 pesos y ella miró a otro lado. La fila crecía a la par del descontento y de los rayos de sol. Se quejaban de la inacción y la demora para abrir la casilla, de la inminente tortura del calor, incluso acusaban intentos de boicot, pero nadie quería levantar el brazo y sacrificar su domingo sagrado en nombre del “ejercicio democrático más envidiado por todo el mundo”.


El funcionario del INE, a unos pasos del linchamiento, reiteró que no podía abrir la casilla hasta tener a los cinco voluntarios.


Yo tenía muy claro que me abstendría de votar por jueces si aquello implicaba estar parado más de media hora bajo el sol. Y sin embargo, ahí seguía, a la espera de no sé qué cosa, de no sé qué señal, viendo la fila inamovible de gente ansiosa por votar. De gente que a pesar del contratiempo no quería perder la oportunidad de participar en la elección judicial. Estuviera o no de acuerdo, aquello era histórico. Y había llegado para quedarse.


Los detractores de la elección bien podrían haberse jactado del fracaso para abrir una simple casilla por falta de voluntarios e irse a casa con la ramplona satisfacción del se los dije, yo siempre tuve la razón. Pero nadie desertaba de la fila. Ni el sol, el desorden y la confusión lograban desalentar a los recién llegados de sumarse a la anaconda malhumorada.


El funcionario del INE se encerró en el salón de clases con el presidente de la casilla, incapaces de hacerle entender al clamor popular que sin voluntarios que ejercieran de secretarios y escrutadores simplemente no podían instalar y abrir el centro de votación.


Ante la parálisis de la muchedumbre, una señora levantó la mano y dijo que de cualquier modo no tenía mucho qué hacer ese domingo.


No recuerdo si recibió algún aplauso. No importaba. Abrió la puerta y ya no saldría de ahí hasta catorce horas después. Afuera, la gente acalorada seguía esperando a los cuatro voluntarios faltantes. Volteaban a verse entre ellos, se decían los múltiples compromisos del día, la imposibilidad de alterar su saturada agenda, los achaques, los niños que se quedaron en casa solos, los reclamos entrecruzados por falta de civismo.


En ese momento recordé una frase que días antes había escrito en una novela en progreso: ¿Qué castigo le depara a quienes oyen el insistente llamado de la historia y prefieren irse a dormir?


Algún día sabré si los peores arrepentimientos devienen de cosas que se hicieron, o de lo que no se hizo.


Y entonces alcé la mano, y me acerqué a la puerta.

 
 
 
Fotografía por Mariano A. Moreno
Fotografía por Mariano A. Moreno

Cuenta la leyenda que hace muchos años, en una de sus tantas visitas a Coatzacoalcos, el gobernador Fidel Herrera notó algo que le transmitió una incomodidad en sus ojos negros. Aquel negrito en el arroz era un edificio abandonado, una anomalía en el paisaje que contrastaba con la prosperidad y progreso que se auguraba para la ciudad petrolera. Se dice que el gobernador hizo una llamada. En su característico tono abundante de chingaos alegó que esa aberración debía corregirse. ¿Cómo era posible que ese esperpento ensuciara la cara de una ciudad encaminada a la grandeza?


Al día siguiente, el edificio fue acordonado. Protección Civil dictaminó que su estructura descuidada y endeble representaba un riesgo para la seguridad de la gente y, por lo tanto, el edificio tuvo que ser demolido. 


Convertido el problema en un cúmulo de piedras, aparecieron por doquier supuestos dueños que reclamaron indemnizaciones por daños y perjuicios a su propiedad. Ninguna de las demandas al gobierno municipal prosperó. La ciudadanía no pareció molestarse por el retiro de un edificio enfermo de abandono. No fuera que su permanencia infectara a los demás. 


Esto ocurrió hace veinte años. Desde entonces, el malecón de Coatzacoalcos ha cambiado. Si Quetzalcóatl cumpliera su promesa de volver a la misma costa por la que partió al exilio encima de una balsa de serpientes, preguntaría, atónito, qué fue lo que  ahí ocurrió en su ausencia. 


Entristece creer que nos hemos acostumbrado al paisaje urbano de Coatzacoalcos, principalmente al del malecón costero, nuestra avenida más importante, cuyos edificios abandonados se pudren por la corrosión, el salitre, el abandono y el paso del tiempo, sin que sus propietarios asuman la responsabilidad de mantenerlos en buen estado. Los edificios abandonados son los remanentes de una promesa rota, el recordatorio de lo que iba a ser y no fue. Pareciera que una celebridad foránea tiene que exhibir el deterioro de la hilera de edificios en el malecón, tal como lo hizo el payaso Platanito hace unos días cuando estuvo de visita, para recordarnos que Coatzacoalcos alguna vez fue conocido por algo más que su mosaico de estructuras vacías, manchadas de humedad y grafitis, y que la tristeza de ese escenario es algo a lo cual no hay que acostumbrarse. 


El abandono no discrimina y lo padecen centros comerciales, hoteles, restaurantes, juegos infantiles, hospitales, discotecas y terrenos a los que se auguraba mejor vida, ahora invadidos por hierba y alimañas. Hasta la casa en donde vivió Salma Hayek está abandonada. Difícil que la ciudad se sacuda los epítetos de pueblo fantasma, Gazacoalcos, el Detroit del sureste, cuando muchos de sus edificios forman un panorama más cercano a Prípiat que a Veracruz. 


Un ejemplo es el Mayabá Luxury Beach Tower, cuyo nombre nada nos dice porque la mejor forma de identificarlo es como el monolito gigante y abandonado, visible desde casi cualquier parte de la ciudad. El edificio más alto de Coatzacoalcos es un elefante blanco; torres gemelas que habitan en el mismo purgatorio de tantos otros edificios, y que como almas en pena no pueden liberarse del tiempo detenido. El monolito gigante no puede terminar de construirse por falta de dinero y no puede demolerse por la misma razón. Incluso saldría más caro destruirlo que concluir su construcción. El tiempo pasa y, mientras tanto, el elefante blanco ahí sigue, sin nacer y sin morir, como una piedra condenada a la eternidad. 


Muchos propietarios no quieren hacerse cargo del mantenimiento de sus cascarones. Esperan la llegada de tiempos mejores para, ahora sí, barrer el escombro acumulado de sus terrenos. ¿El problema de los edificios abandonados solo puede arreglarse cuando vuelva la prosperidad económica? ¿La mejora de la economía es condición sine qua non para que los dueños arreglen sus edificios? Tal vez suene absurdo, pero ¿no es mejor que primero se transforme el paisaje, que se limpie de abandono, y que esa carta de presentación atraiga la bonanza anhelada desde hace tanto tiempo? 


En su novela Estas ruinas que ves, Jorge Ibargüengoitia narra que aunque la ficticia ciudad de Cuévano ha visto mejores días y sus obras más emblemáticas se encuentran en el abandono, para sus habitantes aún es un sitio excepcional, al que consideran “la Atenas de por aquí”:


“—Esto que ve usted aquí —le dicen al visitante—no es más que un rastrojo de lo que fue. 

—Pero cómo rastrojo, si esta ciudad es una joya?”


Si acaso es verdad que la guerra terminó, es momento de borrar los vestigios que esa guerra dejó. No podemos permitir que cuando Quetzalcóatl vuelva en el fin de los tiempos, la serpiente emplumada se confunda pensando que arribó en el lugar equivocado, en el limbo de las ruinas frente al mar. 



 
 
 


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En 1994, la indiferencia del mundo permitió que en Ruanda ocurriera un genocidio que en apenas cien días dejó un millón de personas asesinadas. Incitados por un discurso de odio propagado por medios de comunicación, los hutus masacraron a los tutsis ante la vista de un planeta que estaba ocupado en asuntos más importantes. La Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio estipulaba que si un Estado comete un genocidio, Estados Unidos y las potencias occidentales estaban obligadas a actuar, e incluso en intervenir militarmente, para detenerlo, cosa que al gobierno de Bill Clinton no le interesaba hacer después de las 18 bajas estadounidenses que hubo durante la batalla de Mogadiscio, en Somalia. 


La negación por nombrar lo evidente respondía a motivos políticos y económicos. Cada vez que se señalaba que había un genocidio en Ruanda y que era urgente actuar, el gobierno de Estados Unidos recurría al eufemismo, al ambiguo manejo de las palabras y los tecnicismos para esquivar la obligación de intervenir en Ruanda. 


Lo sucedido en Ruanda no era, según Estados Unidos, un genocidio, sino “actos de genocidio”, “guerra civil étnica”, “conflicto entre tribus”, “estallido de violencia espontánea”. El poder de las palabras es tal que lo que no se nombra no existe. Al nombrar algo se reconoce su existencia, se toma una posición al respecto, se enfrenta a ello. 


En cambio, el eufemismo es el disfraz del horror. La Alemania nazi llamó campos de trabajo a los campos de concentración, y centros de reubicación y estaciones de tránsito a las instalaciones diseñadas para el asesinato en masa. Sin ánimo de buscar paralelismos fáciles, pienso en estos eufemismos ante los intentos del régimen por negarle al rancho Izaguirre de Teuchitlán la incómoda etiqueta de campo de exterminio. 


El recorrido que se le permitió a madres buscadoras y comunicadores afines, y la petición (algunos la llamarían exigencia) para que contaran lo que vieron en ese rancho tenía como fin remover los motes de “campo de exterminio” y “el Auschwitz mexicano”. No lo lograron. 


Es claro que ese rancho de una hectárea no tendría equivalencia con los campos de exterminio de Auschwitz. Era lógico que en ese rectángulo desolado no habría enormes crematorios, ni regaderas, cámaras de gas, barracas, chimeneas, ni trenes que descargaran prisioneros en el centro del campo, u algún otro indicio de esa sofisticada y eficaz industrialización de la muerte que implementó la Alemania nazi para cumplir los objetivos de la Endlösung, la Solución Final. 


Eso no quiere decir que en el Rancho Izaguirre no hubo secuestros, tortura, asesinato, desaparición forzada, desmembramiento de cadáveres. Pareciera que a veces se nos olvida qué país es este. No porque sea excesivo llamar al Rancho Izaguirre el Auschwitz mexicano significa que lo ocurrido allí sea un montaje. No importa en dónde están los dueños de los 300 pares de zapatos abandonados, y si están vivos o muertos. Lo que importa es dejar en claro que el Rancho Izaguirre era un campo de entrenamiento, no de exterminio, y que si alguien murió ahí no es un asunto tan grave. 


Al no encontrar letreros en alemán que dijeran que el trabajo los haría libres, los propagandistas del gobierno celebraron que se cayera “el teatro montado por los adversarios y los carroñeros”. Gran triunfo. Al fin y al cabo la violencia es rara por estos lares. Qué tranquilidad. Qué alivio. Ya podemos volver a pasear en el país de los sueños. 


Y con todos los ojos puestos en el rancho Izaguirre, ¿qué estará pasando en los otros campos en México que todavía no se descubren?


Los propagandistas que visitaron el rancho Izaguirre no vieron ningún horror porque este ya se había ido a otras partes. Negados a nombrar lo evidente, prefieren defender un proyecto político antes que conocer la verdad de lo que allí sucedió.


Es preocupante que el movimiento de la transformación comience a sentirse muy cómodo emulando acciones que, hechas por otros en el pasado, hubieran sido condenadas por ellos mismos. Si no tienen reparo en utilizar el lenguaje para maquillar la violencia, ¿por qué no habrían de normalizar otros excesos? Ese síntoma puede verse en las recientes llamadas de atención para el régimen gobernante. 


La dignidad no estuvo del lado de los diputados y diputadas de Morena que arroparon a Cuauhtémoc Blanco y votaron en contra de su desafuero. Ausente la dignidad que Andrés Manuel López Obrador exaltó al final de su discurso cuando, en esa misma tribuna, enfrentó su injusto proceso de desafuero. Lejos estamos de la dignidad exhibida ese día. Uno estaba dispuesto a ir a la cárcel por abrir un camino a un hospital. El otro disfruta del pacto de impunidad. 


Sumemos la impericia de Rubén Rocha Moya en Sinaloa. El desenfreno de los líderes de Morena en las cámaras. La afiliación al partido de otrora enemigos a muerte. La sospechosa y expedita sentencia que ordena a Enrique Graue, ex rector de la UNAM, a indemnizar con 15 millones de pesos a la asesora de tesis de Yazmín Esquivel. El cinismo burlón y altanero de la senadora Andrea Chávez respecto al financiamiento de sus actos anticipados de campaña. Gerardo Fernández Noroña y su cabina de lujo en un vuelo trasatlántico, comodidades que hasta la presidenta de México rechaza cuando las aerolíneas se la ofrecen. La ceguera ante la crisis de desaparición forzada, cuando antes se gritaban los nombres de los desaparecidos. El rodeo en los discursos. Qué tanto es tantito. La devaluación del no somos iguales. 


¿Porque lo hicieron otros, se vale hacerlo ahora? ¿Cuál es el límite? ¿Todo es válido al amparo del pragmatismo, de la realpolitik? Síganle metiendo dulces a la piñata, dirían en mi pueblo. El globo se infla de agua sucia, y hay algunos que piensan que una aprobación presidencial de 80% impedirá que este reviente. 


Si una gota de agua cae encima de una cabeza, no pasa nada. Pero si el goteo es constante, se vuelve un método de tortura. ¿Cuántas gotas más puede soportar el pueblo?


Una vez más George Orwell predijo nuestra realidad política: Hay tanta transformación en la granja que muchos cerdos ya son indistinguibles de los seres humanos. 

 
 
 
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