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Esperando al cocodrilo

Fotografía por Mariano A. Moreno
Fotografía por Mariano A. Moreno

Ocurrió en la laguna Nichupté de Cancún, hace muchos años, antes de la invasión del sargazo y del tráfico vehicular en la zona hotelera y de la construcción desenfrenada de edificios que bloquean la vista al mar. Yo era un niño interesado en los animales salvajes, en parte por culpa de películas como Tiburón y por los documentales de la vida animal que me mantenían despierto los sábados por la noche, cuando mis padres no estaban en casa. 


Puede que supiera que aquella laguna era hábitat natural de cocodrilos cuando escuché la historia sobre un turista estadounidense que fue perseguido por un cocodrilo después de adentrarse en los manglares porque tenía que orinar; incidente tan repetido que bien podría sonar a leyenda urbana o a cuento con moraleja para disuadir a los niños de acercarse a su territorio. Como suele suceder, yo solo tuve más ganas de buscar cocodrilos en la laguna. 


La única persona que secundó mi descabellada misión fue mi abuela. Lejos de desmotivarme diciendo que era falso que los cocodrilos vivieran ahí, o que no llegaban a orillas de la laguna, que ya estaban extintos o que ya había comenzado la falsa temporada en la que migran a otras aguas, me dijo que ella podría acompañarme a buscar uno.


Llegamos cuando el sol aún era fuerte, en el último día de las vacaciones. Quién sabe por qué, pero el lugar escogido para el avistamiento de cocodrilos fue un conjunto comercial llamado Flamingo Plaza, hoy cerrado permanentemente y que en su lejano esplendor tuvo un Planet Hollywood y almacenes de souvenirs, joyerías y varias tiendas que ya no existen. Tal vez no había dinero para esperar durante horas la llegada del cocodrilo en un restaurante pegado a la laguna, o para visitar granjas de reptiles en donde los cocodrilos yacen amontonados en estanques, inmóviles y con el hocico abierto detrás de una valla. Verlos nadar en plena naturaleza sería mejor. Nos acercamos al mirador de la laguna y se me hizo normal que no hubiera ningún cocodrilo en el agua. Todavía era temprano y eventualmente uno tendría que llegar. Cerca de ahí, un letrero con la silueta de un cocodrilo me confortó. Si se alertaba de la presencia de cocodrilos en la zona quería decir que la aparición de un ejemplar sería inminente. Solo era cuestión de tener paciencia. De tanto ver la laguna, una sombra y unos ojos amarillos emergerían del agua. Eso pensaba. 


Recuerdo que mi abuela le preguntó a un trabajador de algún restaurante cercano, que iba y venía cerca de nosotros cargando cajas, si era cierto que los cocodrilos arribaban a ese punto. Todas las tardes, dijo el trabajador, a veces aparecen en la noche, vienen por las sobras de comida de los restaurantes, en cualquier momento llegará uno. 


Mi expectativa era alta, tan alta que parecía estar a la espera de un gigante monstruo mitológico. Por culpa de los documentales de Discovery Channel esperaba ver a las mismas criaturas que atrapaban a los ñus y búfalos que cruzaban ríos en manada, que desgarraban la carne dando volteretas para después comer mientras lloran; a los crueles y oportunistas cocodrilos que se aprovechaban de la sed de las cebras y de la mala visión de los elefantes y que alguna vez, escasos millones de años atrás, compartieron el aire con los dinosaurios. 


Los animales salvajes no saben de horarios, promesas, ni de compromisos. Para mitigar la espera dejábamos el puesto de vigía y nos entreteníamos en la aburrida tienda de artesanías y en una farmacia, esperanzados de que al volver al mirador, ya hubiera llegado un cocodrilo. Yo temía que en alguna de esas ausencias el cocodrilo asomara los ojos. Por eso salía rápidamente de las tiendas y me adelantaba al puesto abandonado. El agua seguía calma y la vegetación, oscura. Ya se había encendido una farola, y el empleado del restaurante me miraba extrañado de que todavía siguiera allí. 


Esa noche ningún cocodrilo apareció frente a nosotros. Nos dejó plantados, recalcaría mi abuela más tarde, como si el reptil hubiera empeñado su palabra de honor a que llegaría en el momento exacto de la puesta del sol, y luego nos hubiera traicionado. 


Me habré subido al coche desilusionado, sintiendo culpa por haber malgastado el último día de las vacaciones, y con ese tipo de tristeza muda que sienten los niños cuando el mundo los decepciona. Puede que me durmiera con la sensación de que un cocodrilo llegó más tarde, cuando ya nadie lo esperaba. 


Mi abuela recuerda bien esta historia, y su versión es mejor que la mía. Yo la recuerdo mientras camino bajo el sol en otro centro comercial de Cancún, junto a un cuerpo de agua y después de ver un letrero que advierte sobre cocodrilos que no aparecen. Le cuento esta historia a la persona que ha caminado conmigo desde hace algún tiempo, mientras nos detenemos en un barandal para ver si algo se mueve debajo del agua. Cerca de nosotros hay una banca vacía, y gente que pasa de largo. 


—No te sientas triste. Yo me sentaré contigo a esperar al cocodrilo.

 
 
 

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1 comentario

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Sofía Martínez
29 jul
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Excelente lectura!! 📖 muy bueno para leer en todo momento

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